Carlos Risco
LA CIUDAD QUE TODAVÍA ESTÁ
La puerta que fue bodega en la calle Hernán Cortés
LA OPINIÓN
Hace unos días las fallas de las Highlands se estremecieron hasta lo indecible. La sacudida fue de tal magnitud que a punto estuvo de despertar al monstruo del lago; de romper Escocia en dos, en tres, en cuatro pedazos peligrosamente proporcionales a los goles que llovían en Hampden con nostalgia celta. Quizás por eso también aquí los sentimos propios. Por ese trisquel común tatuado en la amígdala.
Escocia volverá a estar en un Mundial por primera vez desde 1998 en un relato que ya forma parte de las leyendas artúricas. De fondo se escucha una melodía in crescendo. En todos los bares de Glasgow, en todas las tascas de Edimburgo, mujeres y hombres recitan el poema heroico heredado de sus bardos que retumba cada vez que la selección anota. Le cantan a su país que han caminado 500 millas y que caminarían 500 más por ser los que se levantan, trabajan y se emborrachan al lado de su amor. Al fin y al cabo, de eso trata la vida.
Eso es el fútbol de selecciones. Allí donde se liman las aristas de lo irresoluble y se alcanza lo imposible. Donde Curazao, una minúscula isla del Caribe, se mete en un Mundial. Donde Jordania, en medio del fuego abierto entre Irán e Israel, hace lo propio
Es una danza tribal que celebra el tartán, las gaitas y el whisky. Un ritual que sublima comunidad, sangre y linaje. Es un himno que embauca. Un espectáculo salvajemente indígena. Porque aquí empezó todo. Puede que te hayan dicho que los padres de esto de las patadas y el balón son ingleses y que recogieron sus normas en 1863. Pero el fútbol de verdad nació en Escocia en un día como hoy. El 30 de noviembre de 1872, tras una serie de encuentros en el barrio londinense de Kennington, Escocia e Inglaterra disputaron el primer partido internacional de la historia. Fue en el campo de cricket de Hamilton Crescent, en Glasgow, coincidiendo con el día del patrón. Apenas un chelín de entrada y 4.000 testigos de un momento estelar zweigiano. La rivalidad histórica de pictos y anglos; de Alba y Albión; de San Andrés y San Jorge; de William Wallace y Eduardo I; de María Estuardo e Isabel I; de católicos y protestantes; de Burns y Shakespeare; de Europa y Brexit; de unicornios y leones; del cardo y de la rosa; pasaba a un nuevo plano, más relajado: el 90x120.
116 veces se han batido en el verde: 49 para Inglaterra, 41 para Escocia, 26 tablas y siempre con insondable expectación. Los Escocia-Inglaterra de Hampden aparecen doce veces en la lista de los 20 partidos con mayor asistencia, llevándose la palma el de la British Home del 37 que vencieron los norteños ante 150.000 almas. Solo milagros como el Maracanazo superan tal barbaridad.
Eso es el fútbol de selecciones. Allí donde se liman las aristas de lo irresoluble y se alcanza lo imposible. Donde Curazao, una minúscula isla del Caribe, se mete en un Mundial. Donde Jordania, en medio del fuego abierto entre Irán e Israel, hace lo propio. Donde Haití engaña a la pobreza con goles. Donde el África negra enseña sus colores. Donde todo Portugal suspira por otro récord del hombre de las mil dianas. Donde incluso España, abonada a un fracaso secular, borda dos estrellas en un santiamén. Dice el colega Borja Pardo que “el sentido de pertenencia de un país a través del fútbol es un plato gourmet que se cocina a fuego lento”. Me seduce Galeano cuando asume que “todos los uruguayos nacemos gritando gol”. Y empatizo con el Alfredo de Sorrentino cuando trasciende su miseria a través de Maradona que “ha vengado al gran pueblo argentino, oprimido por los innobles imperialistas en las Malvinas. ¡Es un genio! Es un acto político. Una revolución”.
Puede que en el fútbol de selecciones se encuentre la última bocanada de aire fresco de un edén arrollado por la codicia. Porque la identidad de los pueblos no se puede comprar. Tan solo se siente de una manera incontrolable.
@jesusprietodeportes
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