Opinión

Nos queda un deseo

A medida que he ido creciendo he comprendido que la cantidad de gente que se nos muere es directamente proporcional a lo viejos que somos. Pero aunque esto obedezca a una lógica aplastante, hay muertes que dejan el termómetro de la senectud temblando, porque cuanto más viejo eres, más difícil es asumir que la gente que te ha acompañado durante toda la vida, también se va. La muerte de Toriyama me ha vuelto a poner de bruces ante esta realidad. Pero yo ya he estado ahí.

No recuerdo cuándo pero sí recuerdo cómo. Cada domingo y por un período de años, papá y yo visitábamos religiosamente el piso de abajo de La Región. De aquellas entrábamos directamente por lo que era Capitán Eloy con el único deseo de que, en aquellas repisas negras donde se almacenaban revistas, hubiese una nueva entrega del “Dragon Ball’”de Planeta de Agostini. Así empecé a coleccionar un universo de fantasía que empezó por unas grapas y acabó extendiéndose a un torrente de tomos de otros idiomas, enciclopedias, compendios, artbooks, figuras, ilustraciones y, sobre todo, sueños, que nunca se dará por acabado.

En el año 2000, con esa colección ya bastante avanzada, algo se rompió. En medio de mi primer pitillo y mi primer beso, también viví mi primera fake new. Una mañana en la que el sol violaba las cortinas verdes del barracón 3 de Gandarío alguien me dijo que Toriyama había muerto, ultrajando también buena parte de mi infancia. 

Tan real fue la sensación de pérdida que tan solo años después, en medio de una discusión acalorada sobre la bazofia que supone GT para Dragon Ball, alguien me advirtió de que Toriyama estaba vivo, descendiendo a los infiernos mi opinión de otaku, que yo creía valiosísima.

A pesar del sonrojo, el alivio fue mayúsculo. Porque por la misma razón que cuando alguien se muere sentimos la incómoda evidencia de hacernos mayores, cuando descubrimos que alguien todavía vive, rejuvenecemos. Y es que yo veo las galaxias de Lucas; los hobbits de Tolkien; el Hogwarts de Rowling; o los superhéroes de Lee; y la obra de Toriyama me sigue pareciendo la mayor y mejor creación que alguien ha podido concebir con una coralidad, unos escenarios, unos tiempos, una narrativa y unos valores perfectamente compensados y válidos para pequeños y mayores, para orientales y occidentales. En esa coralidad es donde me refugiaba yo.

Supongo que un mundo en que los perros son personas, se cambia de carácter a estornudos, las máquinas cobran vida y los extraterrestres nos visitan, es el mejor escenario para un niño que huía de una realidad cáustica en el colegio y que deseaba llegar a casa para esconderse entre tanta diversidad. Toriyama nos dio, a todos, un espacio en el que recrear nuestra fantasía y, a algunos, un lugar en el que sumergirnos mientras tronaba a nuestro alrededor. Porque por muy vulnerable que me sintiera, la ilusión de practicar el “kamehameha” o convertirme en “supersaiyajin” delante de un espejo me hacían sentir tan inmortal como si bebiese el agua del duende Karin.

Pero incluso antes de los mangas, los gallegos ya lanzábamos la “onda vital xa!”, sentíamos “la carraxe de Son Gohanda”, nos recuperábamos con “feixóns máxicos”, y elegíamos entre “Toranks o Vexeta”. La decisión pionera de nuestra televisión de emitir el anime fue la mayor contribución audiovisual a nuestro idioma y la posibilidad de sentir como propio aquello que venía de más allá de 10.000 kilómetros generando lo que hoy es un producto audiovisual de culto. Y eso es lo que nos permite a todos sentir a Goku como nuestro.

A los pocos días de que me dieran la noticia falsa sobre la muerte de Toriyama, mi padre vino a recogerme al albergue para irnos a la feria del cómic de Coruña. El que se murió de verdad fue él tres años más tarde y tuve que continuar yo solo la colección que habíamos empezado juntos. Lo que más echo de menos es la forma en que ambos buscábamos entre las cajas de cartón los números que nos faltaban.

Hoy, ya hace más de un mes que Toriyama ha muerto y aunque sigo esperando a que alguien me corrija provocándome el sonrojo, parece que esta vez es cierto. Sé que ni Shenron ni Polunga pueden resucitar a nadie que haya muerto por causas naturales, pero mi padre y Toriyama siguen todavía hoy salvando mi infancia. 

Toriyama por crear siete esferas mágicas y mi padre por ponerlas en mis manos. Mi yo niño dejó escrita una nota para mi yo adulto en la que ponía: “nunca tires los cómics de Son Goku, porque me gustan mucho”. Santificar aquellos cómics durante tantos años, permiten a aquel niño y a su padre vivir para siempre en mí.

Te puede interesar