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Desde arriba, la ciudad se ve recogida, próxima; en lo alto de la Catedral llaman la atención las cubiertas, de teja, en distintos niveles, con pasillos, terrazas y deambulatorios por los que se puede caminar. Para ello, hay que subir hasta la torre del reloj o a la de las campanas. A Luis Cuña, canónigo de Patrimonio de la Catedral, quien nos guía, le suena el teléfono, con un repicar solemne de campanas que a veces confunde. En la torre homónima, el repicar verdadero coincidirá con la hora del ángelus, “tres veces tres más las finales”, ensordece, es lo peor que le puede pasar al que la visita.
Sorprenden los tejados, sí, y los restos almenados que le dan al edificio ese carácter de antigua fortaleza, “la de Tui –dice- es mucho más aparatosa”. Subimos por el sur y acabamos en la
zona norte, bordeando el cimborrio. Desde allí divisamos la abadía de la Trinidad, Santa Eufemia, la torre inacabada de San Martiño, la torre de las campanas, y lo que es la nave y sus contrafuertes. Tratamos de encontrar un sentido a todo, a su aire cuartelero. El viaje -es inevitable- nos retrotrae al medievo, cuando a la edificación aún le faltaba su expresión barroca, y más que edificio de culto, era defensivo, con esa finalidad más de vigía protector que espiritual. De hecho, se vivió en él otros conflictos, y sucumbió a la fuerza de la guerra como cualquier fortaleza. Lo veremos.
La vida arriba estos días también está agitada, por obras. Del incesante martillear de canteros solo se ve la estructura del andamiaje. Actúan sobre la fachada sur, la que da a la plaza de San Martiño; se accede desde la torre de las campanas. “Trabajan en las nervaduras en el arco, para poner una vidriera nueva”. Aunque la ubicación más curiosa se alcanza en el otro extremo, en la inacabada torre de San Martiño, para alcanzarla hay que subir por una escalera metálica fijada a la pared, como de barco. En el trasiego las marcas de canteros son una constante, llevan la firma del tiempo.
El escenario, el mismo que hace 600 años, con salvedades claro. Hablamos de un edificio vivo al que se le han sumado elementos y avatares del destino. Por contextualizar, en ese momento, los judíos aunque apartados, aún convivían entre nosotros; la Santa Inquisición -qué eufemismo- estaría por llegar; y el estado feudal regía mal que bien los destinos de súbditos, siempre quejosos por cierto; el poder episcopal, el señorío laico, y el ciudadano en la incipiente institución del Concello jugaban una partida desigual. La edificación era un gigante en una ciudad de no más de 3.000 habitantes y a la baja. El siglo XV, además de violento, también padeció la peste (1422; 1467) y sus réplicas. ¿Por qué hace 600 años? En 1471 fue la última vez que la edificación fue escenario de batallas, y parte de ella se desmoronó a cañonazos tras el asedio. Una centuria antes, en 1370 tras la invasión inglesa se vio afectada en su ronda almenada. Otro episodio violento, el de 1455. Vecinos y Concello hartos de los agravios que recibían desde la Catedral tomaron al asalto los “pazos” y el “curral”, sede del obispo. A raíz de estos hechos, y el tono violento que mediaba, el cabildo decide alzar torrecillas hacia la zona de la Claustra Nova.
La Catedral era a su vez sede del Cabildo, dueño de la mayoría de propiedades. Como conjunto defensivo, su control estaba en permanente litigio. El obispo, lo era por decisión real (en 1071 Sancho entrega el señorío de la ciudad al obispo Ederonio; Alfonso VII, en 1131, lo confirma), pero los conflictos eran constantes y su figura no siempre era bien recibida. Hubo obispos designados que no llegaron a pisar Ourense. El amo de la ciudad era el obispo, por encima solo estaba el rey, pero sus decisiones y prebendas eran cuestionadas por la burguesía urbana, que daba forma al Concello. En la terna entraban los señores nobles, que sin residir en la ciudad se brindaban al poder, la “fidalguía” urbana y los propios canónigos, no siempre leales al obispo.
Desde arriba, entonces, se vislumbraban con nitidez otras fortificaciones como el “pazo episcopal”, y el “curral” del obispo, residencia del mitrado, en lo que es hoy el Museo Arqueológico, con dos torres defensivas; otra torre, la de San Martiño, en el actual edificio de la cárcel de la Corona. También existían otras en Pena Vixía, en la abadía de la Trinidad, y en el Puente Romano, en la parte próxima a la ciudad. Aunque la fortaleza por excelencia estaba ubicada en Castelo Ramiro, en lo alto de A Carballeira, lugar de represión y escenario de ejecuciones.
La moneda común era la práctica de la violencia sobre todo por parte de los señores laicos. El conflicto político fue real, constante. El Concello, máximo poder local, siempre leal a la Corona; como institución viviría hitos revolucionarios como el del movimiento Irmandiño, entre sus planteamientos figuraba eliminar las fortalezas donde residía la nobleza y buscar su propia independencia. No vencieron, los señores feudales se impusieron de nuevo y el Estado mudó desgraciadamente en una expresión absolutista. El control de las fortalezas se volvió vital para el dominio militar. Los señores laicos, también lo eran de la guerra, y por supuesto prestaban sus servicios a cambio de dinero.
En la Catedral dominaba el románico, el cimborrio (1498) que inundaría de luz el altar, aún era un proyecto, qué decir de la capilla del Santo Cristo, máxima expresividad del gótico, no era ni siquiera proyecto. “En algunas partes –apunta Luis Cuña- se conserva la parte románica, esas ventanas bajas marcadas por la oscuridad. Piensa cuando la luz eran velas o de aceite; el románico supone entrar en sí mismo, sin distracciones”. La mentalidad de una catedral fortaleza persiste en el tiempo, años después cuando se construye el cimborrio portaría también un remate almenado.
Reflejo de la parte almenada de la Catedral desde la zona del archivo.
Superada la contienda irmandiña, los señores vuelven a la ciudad a ofertar su maquinaria de la guerra y a tutelarla. Así lo hizo el conde de Lemos, Pedro Álvarez Osorio -1469- pero su presencia desata viejas rencillas entre nobles. Frente a él, una comitiva, Rodrigo Alonso Pimentel, conde de Benavente, en compañía del de Monterrei, Altamira y Soutomaior. Ponen cerco a la Catedral -1471-, donde el primero estaba refugiado junto a hombres del Concello, y comienza una batalla que no cesa hasta que los muros vencen. El conde de Lemos fue desalojado el 8 de enero de 1472, cediendo el control de la Catedral. El asedio, por la fachada norte, daña la portada y arruina la capilla de San Juan, afectadas también las casas colindantes hasta un número de 80, la fábrica de la Catedral incluida. El asedio dura más de un mes, el pozo que luce hoy en la capilla ayudó a resistir dicho cerco. La Catedral es entregada a las fuerzas atacantes, pero nadie asume las reparaciones. Tras las quejas elevadas a Roma por el cabildo, aunque reticente, el conde de Benavente asume los gastos. “Lucha por el poder, todo esto entra en un entorno caballeresco de lucha; después se arrepienten”.
Ver la plaza del Trigo desde la sección almenada es una sensación extraña. En lo que hoy es la torre del reloj, aún se vislumbran restos de lo que fue una torre de vigilancia, la otra queda intacta; en la fachada norte hay otras dos. Al asomarse es factible imaginar armas de ballesta apuntando hacia la calle. En la época, dada la virulencia, en más de una ocasión se emitieron bandos para impedir portar armas.
La Catedral hoy es un gotear de turistas también por las partes altas, abiertas recientemente a las visitas. Algunos, entendidos, hacen comparanza con otras ya visitadas, el sonido del relato en el móvil va guiando los pasos en una catedral por lo general oscura, salvo al pasar por el cimborrio o cuando las puertas del Pórtico del Paraíso que dan a la plaza de San Martiño están abiertas. Hace 600 años la edificación formaba parte del conjunto defensivo de la ciudad por el que peleaban todas las partes: tiempos conflictivos, donde los señores feudales vendían sus servicios de la guerra, como si un ejército regular se tratara.
“Morreu o bispo”. 1419. El obispo Francisco Alonso, asediado y atacado en la propia Catedral, buscaría -en vano- apoyos a fuerza de concesiones. La suerte estaba echada. El lugar de ataque es leyenda, dicen que al pasar de romería por el lugar -lo recoge entre otros Vítor Vaqueiro en su guía de la Galicia Máxica- los vecinos gritan el suceso: “Morreu o bispo”. El río lo repite. Francisco Alonso acababa de hacer una visita pastoral a Alongos, su comitiva fue interceptada y el mitrado a caballo acabó en el Miño, aunque rescatado con vida, moriría al día siguiente. La tropelía -dicen- la cometió un caballero local, Lope de Alongos, detrás estaban el caballero García Díaz de Cadórniga, Xoán Pérez de Xunqueira, Pedro López Mosqueira, pero también un prelado, Xoán Alfonso de Castro, abad de la Trinidad. Tiempos convulsos, violentos; sobre el Pozo de Meimón perdurará esta historia.
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