Opinión

Mayo

Estimada señorita:

Hace algunos días visité mi antiguo colegio. Me refiero al primer colegio en el que fui escolarizado como párvulo y en donde permanecí hasta un momento cercano a la adolescencia, pues en ese punto me cambiaron de ciudad. No le aburriré con las impresiones de mi visita, no me meteré en ese jardín, prefiero esquivar las contracturas de la nostalgia. Pero sí que me gustaría aportar algunos datos de interés. 

Por ejemplo, mi antiguo colegio es también el más antiguo de la provincia. Se construyó entre 1930 y 1932 con las generosas donaciones de un grupo de emigrantes ourensanos en La Habana. No quiero extenderme en la importancia, por todos conocida, de este fenómeno de la emigración hacia Cuba, ya muy anterior a la fecha de fundación de mi colegio. Tan solo diré que éste lleva el nombre de otro de sus ilustres protagonistas, el poeta, periodista y escritor celanovés Manuel Curros Enríquez. Tampoco es éste el lugar en el que glosar la relevancia, el talento y el compromiso de la afilada mentalidad de Curros y de su obra. Es algo muy conocido. Pero lo que sí diré es que junto con la obra del edificio, los donantes promocionaron también, en 1935, la ejecución de un monumento en su honor, obra del gran maestro escultor Antonio Faílde. El conjunto, labrado en piedra, se colocó en el patio frente a la fachada principal en un lugar preeminente. Es una pieza un tanto melancólica que, además del busto del poeta, incorpora a sus pies la figura de una “labrega” en actitud doliente. Se comunica con esto la erosión emocional producida por la emigración transoceánica de aquellos tiempos tan inciertos. Pero no es costumbrista. El maestro Faílde marcó una curva y un escorzo en la figura muy cercano al sentimiento de “spleen” romántico. Y a mí me gusta mucho. 

En cualquier caso, lo que quisiera contar es que, con bastante frecuencia, la dirección del centro convocaba allí a los alumnos con la intención de recitar a coro los versos más conocidos de Curros. Y para nosotros, el poeta representaba algo así como un santo laico, pues recitábamos como si se tratara de una oración todos sus poemas de memoria. Recitábamos por ejemplo “Aí ven o maio” (que Luis Emilio Batallán había musicalizado en 1975) y no teníamos la menor idea de su hondo significado. Pero lo hacíamos con pasión.

Porque envueltos por la magia distante de sus palabras, de su ritmo, nos convertía en protagonistas. Nos convertía también en pequeños poetas.

Por cierto que los alumnos del Curros Enriquez, como tantos otros en la ciudad, también aprendimos a escribir coplas y a construir maios. Y no debe ser anecdótico que esta afinidad con la literatura y la escultura sea, en mi caso, la que me da de comer. Así pues, algo se quedó ahí dentro. Aunque también es verdad que no he aprendido a hacer ninguna otra cosa.

Pero a veces sí me gustaría volver atrás. Solo para escuchar de nuevo las voces de mis compañeros declamando:

… queredes castañas 

dos meus castiñeiros?

Cantádeme un maio

sen bruxas nen demos...

Un saludo.

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