Opinión

De las “damas de caridad” al “welfare system”

La excepción, en ningún caso, es la regla; y, por lo tanto, en éste, tampoco. Hubo infinidad de ocasiones en los que el poder temporal y el religioso tuvieron sus más y sus menos. Por lo general, discrepaban cuando la iglesia veía usurpar parcelas que, secularmente, habían estado bajo su manto. Y, la cuestión social y asistencial era una de ellas. 

En Alemania, Kant y Wolf “habían abierto el melón”. El primero creía que el Estado tenía que garantizar exclusivamente la libertad de los individuos, mientras que el segundo pensaba que debía de intervenir en todas las facetas de la vida. Luego, Hegel, lo situaba en el centro del orden social y, más tarde, Paul Lafargue, yerno de Marx, afirmaba que la doctrina socialista se propagaba, como fuego por la pólvora, antes en Alemania que en cualquier otro país precisamente porque allí, las relaciones sociales habían cambiado.

En efecto, ni siquiera España había permanecido ajena a aquella inercia ideológica europea. Sí; los ayuntamientos, ya podían, desde antaño, establecer Juntas de Beneficencia. Lo malo era que ni había infraestructura, ni dinero. Y, a pesar del apremio que tenían los gobernantes, por acaparar el rol social, emulando, sin duda, políticas de otros países europeos, realmente, fue la iglesia la que, a través de religiosos y religiosas, siguió sosteniendo el proyecto asistencial; máxime, tras la entrada en vigor de la ley de asociaciones de 1887. Luego, la idea trazada por el papa León XIII apuntaló, aún más, el sistema gracias a la fórmula Non possumus -No podemos-. Una, le permitía enraizar, como la hiedra, a través de las fundaciones benéficas; y, la otra, agitaba las conciencias de las señoras de linaje que, de repente, se convertían en auténticas “damas de caridad”. 

Bajo el “palio” del título nobiliario, del dinero, e indiscutiblemente, también de la fe, distinguidas mujeres, vinculadas con la provincia ourensana, como la marquesa de la Atalaya Bermeja -fundadora del asilo Santo Ángel-, la condesa de Bugallal- viuda del Ministro de Gracia y Justicia, Saturnino Álvarez-, la marquesa Cavalcanti – hija del ribeirano José Quiroga y de Emilia Pardo Bazán-, la marquesa de Alhucemas-  esposa del expresidente del Consejo de Ministros, Montero Ríos, amante de las tierras del Avia ya que su nuera, Josefa Becerra, poseía propiedades y una casa solariega en Lebosende-, e incluso, hidalgas -como Adelaida Prieto en O Carballiño-, encontraron en la labor benéfica el prestigio y la autoridad, que la sociedad le negaba al género femenino. 

Ni estaban entre el elenco de mujeres que honraban las letras, como en el caso de Rosalía, Filomena Dato, Sofía Casanova o Emilia Prado Bazán; ni, entre las librepensadoras, que a la usanza de Belén Sárraga, luchaban por la emancipación. Sin embargo, en aquellas “damas de caridad” renacía el espíritu de ilustres seglares como Teresa Herrera -fundadora del Hospital de Caridad de A Coruña- o más tarde de la filántropa, Concepción Arenal. 

Evidentemente, no dejó de ser halagüeño a la par que tentador, para los gobiernos de turno, que ellas, al igual que otras hidalgas, como Adelaida Prieto en O Carballiño, contribuyesen con las disposiciones testamentarias- ésta legaba la casa solariega para que se convirtiese en hogar para pobres-, a reducir el pauperismo. Lo cierto era que el asilo moderno que sus hermanos comenzaron a construir, más tarde, para continuar su benemérita obra, no sólo permitía albergar a cien personas de ambos sexos, bajo el cuidado de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, sino que, además, era una inyección económica para la localidad. Sólo en puestos directos se les daba trabajo a doscientas personas. 

Hubo instituciones que, en ocasiones, les enviaban cartas a estas “damas de caridad” para que no cejasen en el propósito de realizar magnas obras. Entre las más sonadas destaca la que firma, el día Navidad de 1909, una treintena de Corporaciones ourensanas dirigida a los señores Temes-Santamarina. La familia había suspendido, debido al mal proceder de los operarios, las obras en las inmediaciones de la carretera de Ervedelo, en donde erigía un asilo para niños desvalidos que, inicialmente, se había presupuestado en 250.000 pesetas. Mas, aprovechando la consternación causada por la catástrofe que se producía tres días antes en la Ermitas y, el espíritu navideño, las asociaciones de la ciudad le piden, apelando a su munificencia, que continúe con la edificación. 

Pronto, se reanudaban las obras. A la vez, Isidoro Temes era elegido por la “Comisión pro-víctimas de la provincia de Ourense” de Buenos Aires, para que se desplazase con el Panhard –una de las primeras marcas de automóviles franceses que, más tarde, se fusiona con Citroen- a Las Ermitas para repartir entre los supervivientes de la catástrofe producida por el derrumbamiento de la montaña, junto al santuario, 5.237,97 pesetas. Con todo, a la postre, será su esposa, Ángela Santamarina, marquesa de la Atalaya Bermeja, tras su fallecimiento, bien aconsejada por el capellán, dramaturgo y poeta, Rey Soto, quien funde e inaugure en 1925 el asilo para huérfanos bajo el patrocinio del Ángel Custodio. 

Con desazón primero, y, luego con impotencia, los distintos gobiernos tuvieron que aceptar que lo que hacían las “damas de caridad” no sólo era, al final, una forma barata de hacer frente a la necesidad, sino también, una válvula de escape para ralentizar la revolución social. A fin de cuentas, el estado benefactor -welfare state-, aquí, en España, como también en otros países, aún se encontraba en pañales.

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