La fuente de Las Lagunas

Vivir es una despedida constante. Uno se despide de amores, de amigos, de ciudades, de casas en las que fue feliz. Pasado un tiempito en esto de existir, cualquiera va sintiendo lo que antes escuchaba a los mayores: negocios cerrados que otros conocieron y uno siempre querría haber sabido cómo eran, plazas que ya no están, edificios maravillosos que derrumbó algún lumbreras. Que desaparezcan los lugares en los que has sido feliz parece ser la norma en esta sociedades nuestras donde el pasado no interesa y la generación de superficie borra sucesivamente lo que hizo la anterior. Así, vamos recogiendo de las esquinas recuerdos despanzurrados y transitamos una cosa nueva y sin cuerpo que, aunque seguimos dando uso, sabemos que ha perdido su sabor original.

En estas fuentes bebí durante la niñez y la adolescencia, la juventud primera y también estos años del ahora, que deben ser los de la madurez

A veces se hace inventario de todas esas despedidas. Las hay grandes y pequeñas. Las más insignificantes suelen ser las más poderosas. Entre las humildes propias están las fuentes públicas del parque de San Lázaro. Las arrancaron hace poco, no recuerdo cuándo. Eran dos fuentecitas muy sencillas, hechas cemento con pequeñas piedras proyectadas. Apenas tres cuerpos hexagonales, dos a modo de escalones para los niños y un tercero, el más alto, que era la propia fuente, de ahí salía un chorrillo por un surtidor de bronce. Aunque funcionaban perfectamente, se las llevaron en silencio y las sustituyeron por una cosa horrible de metal, que tiene pinta de envejecer muy feamente y, por supuesto, no durar. Las fuentes de las que hablo tampoco eran ninguna maravilla, formaban parte del mobiliario urbano de los años ochenta, pero que estaban hechas con otra intención, construidas para resistir y tenían esa presencia dura y esencial de una arquitectura que ya no existe, hecha para la gente. En estas fuentes bebí durante la niñez y la adolescencia, la juventud primera y también estos años del ahora, que deben ser los de la madurez. Siempre echaba un traguito cuando pasaba por allí porque es maravilloso utilizar las fuentes, como todo lo público, porque lo de todos nos transforma al volvernos iguales y por esa rendija entran la piedad y la conmoción. Las fuentes públicas son importantísimas en una ciudad donde hace calor. Una ciudad con fuentes es una ciudad que piensa en las personas que es en lo que debería pensar una ciudad. Sentarse en el banco de un parque bajo la sombra de un árbol y beber un traguito de agua debería ser toda la felicidad a la que habría aspirar. No hace falta más.

De vez en cuando recuerdo estas fuentes del parque y también cuando voy por Las Lagunas, donde todavía quedan dos hermanas suyas. Una está al lado del viaducto, en esa placita pequeña, entre edificios corbusierianos y la otra junto a ese kiosco pequeño que un día ardió y nunca más se supo de él. Somos legión los que nos hemos marchado y regresamos medio desmemoriados y medio extranjeros y necesitamos recuperar lo vivido. Por eso voy allí. Así pienso en todas aquellas tardes de parque en el que pasé de chaval a señor junto a estas fuentes que, si ninguna mente torcida las desahucia, estarán por muchos años sujetando el recuerdo de todos y calmando mil sedes. No hay mejor consuelo que habitar un lugar donde el pasado no se roba y no se sustituye lo que funciona. Incluir al pasado en el presente debería ser una aspiración noble. Nada mejor que permitir que los lugares sean reencuentro y no extraños con quien renegociar constantemente nuestra posición en el mundo. Que duren esas fuentes.