Opinión

Deme un clavel, menina

JUEVES, 25 DE ABRIL

Año 73, un estibador del puerto de Lisboa me contó en Chaves: “Me he ido de mi trabajo en Lisboa. La verdad es que era algo terrorífico. Cada día llegaban de Angola, Mozambique y las colonias portuguesas en África centenares de cadáveres, la mayoría degollados en las selvas africanas. ¿Sabe?, venían como en cajas de madera, el olor era insoportable”.

En ese año, los jóvenes portugueses tenían que cumplir cuatro años de servicio militar; todos a África. En esos días, llegaban a la ‘raia’ de Verín multitud de jóvenes que huían sobre todo hacia Francia, donde tenían familiares que los acogían. Taxis, camiones, furgones, no cesaban de transportar lusitanos; algunos conductores hicieron las américas. La leyenda negra dice que algunos llegaban cerca de Zamora y les decían: “Ahí, a la vuelta está Francia”.

Cierto que la PIDE, la policía política portuguesa, quizás una de las más crueles de la historia, llena de confidentes, controlaban hasta el pensamiento de cada ciudadano. Los presos políticos en la cruel prisión de Caixas sufrían torturas y toda clase de castigos. ¡Ay!, es verídico que en cuanto estalló la revolución salieron los presos y entraron los represores y verdugos de la PIDE.

¡Ah!, qué hermoso fue aquello. 00:20 de la madrugada del 25 de abril. El locutor Leite de Vasconcelos en Radio Renascença recitó la primera estrofa: “Grândola, vila morena / terra da fraternidade / o povo é quem mais ordena / dentro de ti, ó cidade”. Después, enseguida sonó la canción de Zeca Afonso, la consigna. Pero la realidad es dura y el cantante de la revolución murió casi tan anónimo como un mendigo, sólo unos pocos le ayudaron.

Después, los capitanes tomaron el país. Todo comenzó con una anécdota. Estaban los tanques en la calle. Cerca de la plaza del Rocío una camarera llevaba un ramo de claveles para un encargo. Un soldado desde el tanque: “Deme un clavel, menina”. Ella sonrió. El soldado la colocó en la boca del fusil. Ahí justo empezó la magia. De inmediato, otros soldados lo imitaron y en ese momento nació la revolución más hermosa.

Los capitanes pidieron a los ciudadanos por todas las emisoras de radio que cerraran las puertas y no salieran de sus casas. Decían: “El peligro acecha en todos los parques y caminos”. Pero estamos hablando del Portugal de Pessoa, tan lírico y lleno de saudade. Recuerdo que un escritor lisboeta me había dicho años antes: “Ustedes los españoles tienen los mejores pintores, pero los mejores poetas son los de mi país, Portugal”. Así que el pueblo portugués no hizo caso. Todo el mundo saltó a la calle tal si los empujara un soplo épico y apasionado. Por momentos, Portugal parecía tocar con las manos ese sueño alucinado que es la utopía. Hubo momentos fantasmales. En algunas parroquias, los curas se plantaron temerosos con un crucifijo en la mano en la puerta de su iglesia. En Braga, por ejemplo, el arzobispo se negó a que tocasen las campanas. Gerald Ford llegó a decir que si penetraba el comunismo, bombardearía Lisboa. La KGB de la Unión Soviética intrigaba. Otelo Saraiva hizo autocrítica: “Sabíamos a quién había que derrocar pero no a quién había que poner en el poder”.

(Hermano lector, escribió Pessoa: “Pasar por la vida tranquilos / plácidos / teniendo a los niños como maestros”. Pero escribo esto hoy que es 25 de abril. Cincuenta años desde aquel día luminoso en que acabó la dictadura más longeva de Europa. Regresaron los políticos exiliados. ¡Ay!, pero enseguida los hombres que diseñan el futuro detrás de las mesas de caoba, dijeron basta. Como siempre ocurre: unos días de fiesta y después alguien mata el sueño.

Hoy Portugal está en la calle, la corrupción cubre el país. En las calles y en las universidades se vuelve a cantar: “El pueblo es el que más ordena”).

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