Opinión

Punto y aparte

Tras cinco semanas de reflexión, he decidido que merece la pena seguir y que, como ciudadano profundamente enamorado de Ourense, continuaré escribiendo esta columna. No sin antes agradecer la gran cantidad de muestras de apoyo recibidas (cuatro, para ser más concreto) que me han animado a ello, dada la necesidad de combatir, desde tan privilegiada atalaya, la máquina del fango en que se ha convertido la actividad política a todos los niveles.

En este lapso -que ha mantenido a la ciudad expectante, de cara al desenlace hoy por fin desvelado- se han sucedido los acontecimientos con rapidez vertiginosa y hemos pasado de tener un nuevo Gobierno autonómico a casi un nuevo presidente del Gobierno nacional; todo ello, a las puertas de las elecciones catalanas y casi de las europeas, cuyas listas empiezan a hacerse públicas en estos días.

Disculparán los lectores si esta catarata de sucesos no ha recibido aquí la atención que merecía, pero, a veces, en la vida, es necesario detenerse para reflexionar y poder así tomar nuevo impulso. Por otro lado, ciertamente, este período ha sido de gran utilidad, para marcar un punto y aparte; que, por si alguien desconoce de qué se trata, es este signo con el que finaliza ahora mismo el presente párrafo.

En esta nueva etapa que se abre, conviene entonces redoblar la apuesta por el rigor y, sobre todo, la seriedad, en lugar de la crítica mordaz e injustificada del adversario. Porque los políticos también son seres humanos, al igual que lo son, por cierto, los periodistas o los jueces, un suponer. En realidad, si uno se para a pensarlo bien, todos los seres humanos somos seres humanos: se ve que cinco semanas dan para mucha reflexión.

No obstante, cuando alguien se toma un período de descanso para poder meditar, o lo que sea, corre dos riesgos evidentes. El primero, que nadie le eche de menos o, incluso, que algunos se alegren de perderle de vista. El segundo, que haya quien se percate de que, por alto que sea el poder o el honor detentado -tal es el caso de esta columna-, el tren de la actividad cotidiana no se detiene por el mero hecho de que alguien decida bajarse de él inopinadamente.

De ahí, el peligro al que se expone quien decide dejar su actividad en suspenso. Y más si es para acabar concluyendo que, en realidad, lo que pretende es continuar con ella. Como mínimo, eso entraña una gran dosis de irresponsabilidad, pero también un fachendoso ejercicio de soberbia: supone ignorar que la vida sigue y seguirá su curso, que nadie es imprescindible, ni siquiera quienes alcanzan los puestos del mayor rango que quepa imaginar.

Es más: diríase que, cuanto más alto sea el puesto, más prescindible debiera ser la persona que lo ocupa. Por ello, en el plano político, conviene limitar el número de mandatos: de creerse irremplazable a querer perpetuarse en el poder solo hay un paso, si es que no son la misma cosa. He ahí, ciertamente, la esencia de la democracia frente a la dictadura, de izquierdas o de derechas (que tanto monta monta tanto, para este caso). 

Frente al error de caer en la soberbia, la humildad es una pequeña gran virtud. Por ello, reconocer la equivocación o la debilidad propias no es un defecto, menos aún si es en público. Aunque nadie haya muerto nunca por tragarse su propio orgullo -ni siquiera se ha atragantado- la autocrítica requiere valentía. Menos dirigentes autocráticos y más autocríticos. Y, en lugar de un amenazante punto y aparte, quizás mejor un punto y final.

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