Opinión

Dame un segundo

Cojamos un día y echémoslo sobre la mesa para cortarlo. Hagámoslo a la manera que tomamos del almacén el queso Stilton azul que nos trajeron de Londres. Si lo hacemos en 86.400 lonchas, tendremos frente a nosotros un segundo. Loncheado el tiempo es manejable e inteligible pero intentar aprehenderlo de otra manera es harto difícil, porque un segundo es una ágil anguila resbaladiza. Es tan escurridizo y resbaloso que somos incapaces de mantenerlo en nuestras manos.

Qué pequeño parece. Qué inútil. Pero qué importante y dolorido para la que va a ser madre dentro de nada… de eso, de un segundo. Pero qué extraordinario para quien toma el sol en Florida en el corredor de la muerte y para mi amiga Lorena, la chica de las prisas, que siempre pierde el autobús en el último segundo.

Desde la galería, escucho a los niños solicitar de la abuela, cuando les llama a merendar: Yeya… ¡sólo un segundo! Ellos sí pueden alargarlos. Porque para los niños, intentad recordarlo, un segundo es una goma que se estira y se estira y se estira. En cambio cuando nos hacemos mayores esa goma se nos rompe y nos da en las narices.

La verdad es que siempre nos falta el tiempo. Cuando estamos en la empresa el dueño del tiempo es el empresario de los tirantes y si eres funcionario el tiempo no es tuyo… es del Estado gordinflón. Dice María que cuando los hijos son pequeños es para ellos nuestro tiempo y que cuando se han hecho adultos y crees que ya va a ser tuyo, pues tampoco porque has de dárselo a nuestros mayores. O sea que va a tener razón el conejo de Alicia: ¡no tengo tiempo!, ¡no tengo tiempo!

Me llaman al móvil: ¡sólo voy a quitarle dos minutos! -me dice un comercial- Ni se le ocurra, le contesto, no le conozco y me pide un porrón de segundos. Que no, que tengo cosas que hacer, decir, amar, soñar, escribir, pintar y gozar con aquellos a los que quiero, que un segundo duró tu mirada, mujer, y un segundo duró la apertura, a ralentí, de la rosa que te regalé cuando bajabas pizpireta la escalera de la facultad.

El tiempo cuelga, líquido y gomoso, de las agujas flacas de mi reloj de pared, como ya lo pintaba Dalí. A veces escucho, de nuevo, cómo carraspea el timbre de mi teléfono y es alguien que me ha leído y, siempre de manera inmerecida, me halaga. Cómo me gusta…No porque me lo vaya a creer sino porque quien llama desea compartir conmigo un segundo de su tiempo. Entonces me ruborizo como un chavalín que rellena con dificultad su cuaderno de “Rubio” y me voy corriendo al patio de mi colegio a jugar al fútbol, al ping pong, al “guá” y a mirar cómo han pasado los días, los minutos y los segundos lejos de mi pupitre y cómo, pese a ello, aún conservo aquellas manchas de tinta en mis dedos.

Unos amigos de Bueu me dicen que no escriba cosas tristes o de lo contrario me van a escrachar con unas cacerolas que han llevado de Viana. Lo intento, de verdad, pero ocurre que la labilidad de lo efímero, la fragilidad a la que Zygmunt Bauman llamó amor líquido nos invade por doquier y, a veces, se nos cortan las risas como la leche sin hervir y sin UHT.

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