Opinión

De ética, moral y estética

Tuvimos un profesor de filosofía. Le admirábamos profundamente pues había corrido entre nosotros la certeza de que era un hombre muy preparado. Un intelectual de primera. Había pasado por las Universidades de Lovaina, Queensland, Bristol…y había impartido cursos en la Escuela Normal Superior de París, en Melbourne…en fin, un cerebrito.  Si tuviese la obligación, que no tengo, de describirlo físicamente, seguro que diría como la señora Generosa: un gran intelectual en un frasquito pequeño.

El hombre se pasó dos trimestres explicándonos la diferencia entre Ética y Moral. Se levantaba, se sentaba, hacía espavientos, mostraba diapositivas, volvía a levantarse y con su voz atiplada hacía referencias constantes a grandes pensadores que a nosotros…ni fu ni fa. Nosotros, atontados, distraídos, despistados por otros intereses, no nos enterábamos mucho de la fiesta. Una ética cristiana, una ética marxista, una ética budista, una ética…Intentábamos diferenciarlas para pasar aquellos exámenes de universidad en la que aún no regía el Plan Bolonia. O sea…o te lo sabías, o copiabas,  o no te lo sabías. Sobre la  Moral le entendimos, puede que equivocadamente, que hacía referencia a cómo cada uno asume su ética y la lleva a la vida diaria. La parte que más nos costaba entender  era la diferencia entre Ética y Estética. No nos causaba mucha preocupación, a sabiendas de que Wittgenstein aducía que Ética y Estética eran lo mismo. Nosotros sólo por la intuición, que es una forma noble de denominar a la ocurrencia, suponíamos que un tipo con ropa de marca, puños blancos y zapatitos brillantes, reflejaba  una ética conservadora. Comprobamos después, que no, que su ética no es que fuese conservadora sino que su papá era el dueño de una fábrica de conservas, que no era lo mismo.

Os contaré, ahora, la divertida lección suprema de nuestro admirado profesor. Era una noche magnífica. En las plazas de Castilla una noche así, puedes contar tranquilamente el número, siempre impar, de estrellas brillantes. Se adormece la brisa, se acurrucan los últimos pájaros y se te sube a la frente la nostalgia… En aquella residencia  estábamos todos los del último curso en nuestras individuales ventanas. Un tercer piso. Ni pizca. Sólo la luz de dos farolas. Un silencio absoluto. 

De pronto, oímos unos pasitos, ¿quién sería? ¿Quién se atrevía a romper nuestros sueños de veinte años en aquella noche bucólica? Era nuestro amado y admirado profesor de Filosofía. Llegado él a la mitad de la fachada miró a su alrededor. Comprobó…Nadie…Volvió a comprobar…No, no había nadie…y entonces: ¡pun! Soltó una ventosidad. Tremendo: aquellos ciento cuarenta y dos alumnos estallaron en una carcajada enorme, desmesurada, desmedida, exorbitante.

En honor a la verdad he de decir que el cuesco había sido pequeñito, casi discreto. Nos dijeron que aquel hombrecito, al que después ingratamente denominaron “Pedines” había caído en una gran depresión.

Nunca sabrá nuestro filósofo que aquel día, al fin, nos hizo entender, de verdad, la relación entre ética y estética.

Te puede interesar