Opinión

Viana, país de los pándigos

Pon dos cucharadas de sabiduría ancestral, añádele una pizca de socarronería, una gran cantidad de inteligencia y una medida colmada de cordialidad. Esa es la receta del “pándigo”.  Ya sé que si ojease el diccionario de mi admirado Estraviz, por ejemplo, encontraría una mejor definición pero… has de perdonarme y dejarme que, en esta ocasión, sea yo el filólogo de estas primaveras vianesas.

En muchas ocasiones he tenido la oportunidad de escuchar a Enrique de Mourisca cómo cuenta una simpática historia que hemos de compartir: Se encontraba en Madrid, allá por los años 40, el pándigo de Ceferino de Fornelos. Simpático y buen hombre donde los haya. Aquella estación de Príncipe Pío estaba abarrotada de gentes de cada parte acompañadas de sus maletas de madera o sus cestas con aquellos pollos kikiriquís que asomaban su cresta roja, o los grises conejos de orejas asustadas… en fin, un montón de viajeros que aburridos esperaban a que saliese su tren mansurrón y pelma. También él estaba entre el bostezo y el hambre de las 12,30. ¿Qué hacer? Para “pasar el tiempo” se dirigió a una de las taquillas en la que una mujer  despachaba, muy enterada, los billetes. Se puso a la cola. Esperó educadamente su turno y en su momento pidió su billete: quería un billete para Galicia. Concretamente para Fornelos de Coba.

La mujer se volvía loca buscando arriba y abajo en el listado que tenía. No… no está. En Fornelos de Coba no debe haber estación. Ceferino, sin ofender, puso cara de decepcionado. La mujer llamó a su jefe y éste a su jefe y éste a su propio jefe… pero Fornelos de Coba no aparecía. Al fin aquel alto personaje del quepis colorado se acercó a la ventanilla. Ceferino lo esperó con una sonrisa en la boca. Mire… ese pueblo no tiene estación. ¿Cómo? ¿Me quiere decir usted, a mí, que Fornelos de Coba no tiene estación? Bueno… perdone usted pero… Mire le vamos a dar billete hasta la Rúa de Petín y cuando llegue allí pregúntele al revisor. Creo que ni le cobraron el billete. Que aún deben estar en reuniones en Príncipe Pío según dicen. Pero puedo asegurar que cuando el humo esponjoso de aquella gran máquina Brianski con un chillido enorme ¡Chuuu! arrancó hacia Galicia… Ceferino se partía el pecho con la risa pero no se le notaba en su cara oronda y apacible. Sólo unos hoyitos en sus mofletes podrían  detectar la felicidad de un pándigo en la estación del ferrocarril de Madrid.

El pasado curso un hombre que también entraba en la definición que hemos inventado para ustedes: bueno, simpático, muy inteligente y algo socarrón también se subió a su tren. Hablo de Miguel Arranz, profesor que fue del Instituto Carlos Casares -antes Santo Tomás- y director o vicedirector en repetidas ocasiones. Vino a estas tierras de Viana y me juró hace un montón de tiempo que sólo estaba esperando a tener puntos suficientes para irse a Salamanca. Su tren esta vez salió de la estación “Termini”. Tengo la impresión de que pocos le conocieron como nuestro común amigo Juan, especialista reconocido en Terapéutica. Él atestigua que desde los años 80 se vino enamorando perdidamente de unas gentes  entrañables, bondadosas, afables que piensan hacerle una despedida el próximo sábado día 22 y a las seis de la tarde. Miguel con su bata blanca de químico repleta de bolígrafos de colores va a sonreirse desde su cielo pándigo y sin nubes.

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