Opinión

Zeus

Caminaba de la mano de la señora Aurelia. Era una mañana preciosa. La luz en Fornelos ya sabes que baja de repente sobre las pequeñas casas, las vacas de mirar filosófico, y los intrincados caminos. Yo era aquel pequeño de no más de tres años. Si te cuento, además, que hay en mi memoria un naranjo con naranjas, supondrás que era un tiempo de alborozo. Y si te sigo diciendo que aquella señora tan guapa era mi madre, entonces… harás bien en suponer que la felicidad era aquello.

 Una escalera con baranda hacia una galería en el primer piso, y, de pronto, una perrita, enojada, se echó sobre nosotros. No sobre mí, sino sobre ella que me defendía con su cuerpo. Aquel alboroto atrajo a su dueña y nos libró, mal que bien, de tan terrible ataque. Me acuerdo, pero no voy a contarlo, de cómo aquellos mordiscos hicieron heridas lamentables. Allí nació mi miedo a los perros.

Los antiguos psiquiatras ponían nombres técnicos a muchos miedos. Al emparejar el griego y el latín daban lugar a términos que a ellos les prestigiaban y que servían para clasificar a sus pacientes: agorafobias, claustrofobias, pirofobias, ofidiofobias, nictofobias… 

El buen africano que vino, hace nada, al pueblo de al lado es un carpintero estupendo. Sus chicos de pelo rizo y piel umbrosa son simpatiquísimos. Pero durante un tiempo les hemos vigilado, acobardado, aturullado con nuestras miradas furtivas. Tememos a quien desconocemos. A quien llega de un país que creemos misterioso, a quien llega desde detrás… de la niebla... ¡Qué mieeedo!... Xenofobia. 

La verdad es que el ser humano vive cargado de miedos. En la infancia hemos temido la oscuridad, al hombre del saco, al señor maestro, al perro de la señora Clara, al sacamantecas o al señor alcalde. Muchos de esos miedos son la base de una neurosis fóbica de la vida adulta: mucha gente cuenta situaciones de temor, inquietud, desazón… 

Pero, ¿cómo desprenderse del miedo que habita en lo más profundo de nuestro cerebro? Un procedimiento habitual en nuestro tiempo es el recurso a la sotería. Es el síntoma opuesto a la fobia. Se busca en ella una absurda sensación de protección. Guadalupe va a hacer una entrevista y lleva en su cartera una pata de conejo. Esmeralda y Lucio tocan sus piedras de jaspe, reiteradamente, cuando compran lotería. Talismanes, amuletos, fetiches, están en los bolsillos. No existe relación alguna entre el objeto supersticioso y la protección o la suerte, pero afirman sentirse más tranquilos y seguros.

Dice Don Florencio, ahora en la Cuaresma, que es mejor recurrir a Dios para superar el miedo. Don Servando, que le oye, le contesta que no lo hace porque él es ateo. Uno y otro charlan, discuten, proceden por partes… hasta que el párroco llega a la conclusión final: Tú que vas a ser ateo… tú lo que tienes es un persistente, anormal e injustificado miedo a la religión. ¡Lo tuyo es una teofobia!

Mi perro Zeus no entiende nada aunque les mira con su sabiduría de cobrador dorado. Spaniel de agua y bloodhound, no les quita ojo mientras piensa, con imágenes en blanco y negro, que bastante trabajo tiene con curar de la cinofobia a su querido amo.

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